Me gusta repartir la comida porque me aflora un egoísmo ancestral (mi papá hacía lo mismo) y me sirvo un poco más que el resto. Lo justifico pensando que mi vacío existencial es más grande que el de los demás. Una vez debatimos con una novia, sí era más grave que me haya abandonado mi mamá o que el padrastro la haya violado durante un tiempo hasta que pudo contarlo. ¿Quién merecía más papas fritas con salsa de ajo? Esa era la cuestión. No hay una sola de mis remeras que no esté manchada. Con una amiga de un grupo de autoayuda, decíamos que para nosotras eran como medallas y a mí me designó con el rango de Generala. 
Siempre me gustó comer con la mano, sentir el aceite, la harina o el ingrediente que sea. Los cubiertos me resultan un obstáculo. Ahora que puedo y nadie me vigila, armo rituales, como elegir qué es lo que dejo para lo último, porque preparo el bocado perfecto y para que sea así, tiene que contener algún extra. Si es pizza, dejo la porción con más queso, con una costra pegada o con dos aceitunas y si es una raba, la más dorada o crocante, la que tiene más rebosado y si vienen dos juntas pegadas, es como recibir un regalo.
Te voy a internar, te voy a terminar internando le gritaba Doña Paulina la vecina de enfrente a Sarita su hija hiper-obesa. Desde mi casa se escuchaba los gritos, los llantos, las discusiones contantes y el hostigamiento de una madre que no sabía cómo manejar la situación. Eran judías, como nosotros, vivían de la renta de algunas propiedades que habían heredado y cada tanto consultaban a mi papá sobre algún plomero o albañil, ya que él tenía experiencia. Sara era petisa y redonda, la papada se le juntaba con la panza formando un todo. Era entre rubia y colorada, tenía pecas, la nariz aguileña, la cabeza chiquitita que contrastaba con su enorme cuerpo y cuando hablaba estaba tan agitada que parecía que acababa de subir una escalera a toda velocidad. Pocas veces me la encontraba, porque le costaba caminar y cuando lo hacía, sus brazos se movían como si fueran las alas atrofiadas de un pichón que nunca va a levantar vuelo porque le rebotaban constantemente contra los costados del cuerpo. Si te conversaba un rato largo, utilizaba la panza como escritorio en donde apoyar las manos. Fue la primera que me convidó una golosina importada, de las que no se conseguían en cualquier lado y que llegarían recién en los noventa con la apertura de las importaciones. Esa vez, la comí delante de ella, en la calle, porque ya desde ese entonces no podía llevar golosinas a casa sin que mi papá me lo recriminara. Sarita me observaba y se relamía, por eso le ofrecí y me contestó que no me preocupara, que tenía más. Igual salivó y acompañó todos mis movimientos con la boca, desde que comencé hasta que me chupé la punta de los dedos. 
Paulina era una mujer de cincuenta años que andaba con un solero mal abrochado, nunca le coincidía el ojal con el botón correspondiente. Tenía rulos grandes, canosos, pero la mayor parte del tiempo usaba ruleros y un pañuelo que mi papá decía que se ponía para no peinarse. Era imposible no mirarla a la cara, porque tenía un ojo completamente cerrado, eso le marcaba aún más las arrugas, y como si tuviera vida propia y no pudiera manejarla, cada dos o tres minutos, sacaba la lengua completamente y le pasaba el dedo gordo. Mi hermano imitaba el gesto y decía que había quedado así por contar dinero.
A medida que fui subiendo de peso, también aumentó la preocupación de mi papá que me acusaba de estar enferma, aunque yo me sentía muy bien y como no encontraba una solución fácil, le pareció que era una buena idea utilizar a Sara como un ejemplo de lo que me podía ocurrir si no paraba. Una tarde, me pidió que lo acompañara con una excusa, cruzamos la calle Remedios de Escalada y fuimos a lo de Doña Paulina. Montaron un espectáculo que nunca supe si era real o no, pero la mesa de la cocina estaba repleta de cosas. Había varias bandejas con carcasas de pollo en mal estado, pedazos de matambre a la pizza podridos, moscas por todos lados, envoltorios de galletitas, golosinas, chocolates, facturas mordidas, botellas de gaseosas y todo lo que un buen gordo conoce y no le produce asco, aunque yo hice como que sí, porque entendí que eso era lo que mi papá esperaba.
Pese a que sabía mi nombre, Paulina me llamaba piba, remarcando la p y eso provocaba una lluvia de saliva. Sarita está enferma piba, se despierta y se baja un pollo entero, estas carcasas se las saqué de debajo de la cama, esconde comida, hasta come cuando caga, me dijo. Ya hizo todos los tratamientos, pero no le interesa bajar de peso, ella no se quiere, se está suicidando. Me contó tu papá que vos haces lo mismo, no está bien eso piba, sos joven. Tenes que cuidarte porque vas a terminar así, sabes qué feo es, ella nunca tuvo un novio. Desde el dormitorio Sarita le gritaba, sí tuve. Cuando te mando a descolgar la ropa de la terraza no escuchas, pero esto sí, le respondió la madre. Va a explotar un día, ¿vos querés lo mismo piba? No tiene amigos, le cuesta bañarse, la tengo que ayudar, ¿te parece? Se sentó en la mesa, corrió una caja de almendras bañadas en chocolates que me tentaron a penas las vi, e intenté memorizar la marca para ir a comprar después. Comenzó a sollozar mientras preguntaba: ¿le parece Don Jaime que tenga que bañar a mi propia hija de treinta siete años?
Unos días después de aquella visita, mi papá llegó a casa más temprano de lo usual y me encontró sentada en el sillón en medio de una orgía de golosinas y facturas. No sólo me tiró todo, sino que comenzó a obsesionarse con una vigilancia difícil de sortear, a cerrar la cocina con llave y me obligó a  ir a ALCO. Me di cuenta de que no me iba a dejar tranquila y tomé la decisión de pasar a la clandestinidad. No comería nada prohibido delante de él ni escondería las golosinas en el cuarto porque me daba cuenta de que lo revisaba.
En esa época me mandaban a comprar pan y cada vez que lo hacía, le agregaba seis facturas con las que me atragantaba las dos cuadras de distancia que había entre la panadería y mi casa. Mis preferidas son las de hojaldre, que no son para comer de parada y menos con apuro, sino sacando los dobleces con suavidad y con la delicadeza que no tengo con casi nada. 
En ALCO la conocí a Florencia, una chica que tenía once años como yo. Estábamos tres horas aburridas escuchando sobre los buenos alimentos, las calorías, no poder cuidarse con las comidas,  y después de eso, a la salida, caminábamos tres cuadras hasta la pizzería Ugi's y hacíamos mita y mita. Pese a que tomábamos varios recaudos, uno de los del grupo de hiper obesos nos vio desde la vereda de enfrente y nosotras pensamos que no nos iba a delatar, que él entendería, al fin y al cabo era uno de los nuestros, pero le contó al coordinador que inmediatamente le fue con el cuento a mi papá. Mi viejo me sermoneó durante una tarde entera preguntándome por qué le hacía eso. 
La única opción que me quedó fue comer a escondidas y bien lejos de casa. Los viernes a la noche le decía a mi papá que iba a la salida con la gente de ALCO que incluía una caminata por los lagos de Palermo y en realidad me tomaba un colectivo hasta la peatonal Lavalle, me aprovisionaba de chocolates, garrapiñadas, chipa y lo que me gustara. Recuerdo un día especial en el que compré una doce de empanadas y fui al cine a ver la saga completa de la pistola desnuda y cuando salí, para el camino de vuelta, cerré la noche con un helado de conito.
En mi familia no éramos la China Comunistas, pero con el tiempo los controles y la racionamiento de la comida se fueron incrementaron a medida que subía de peso y llegaron a un nivel inimaginado. Se me servía lo que tenía que comer y luego mi papá  que se quedaba vigilando, esperaba a que terminara  y cerraba la cocina con llave. No me dejaban ir a comprar, ni me daban dinero, a veces me prohíban salir y yo me sentía como una desnutrida de Somalia. Fueron semanas en las que sufrí hambre y no sabía cómo resolver la situación, hasta que se me ocurrió la gran idea. Cansada por las múltiples restricciones, decidí una noche mientras todos dormían llevarme la basura a mi pieza. La bolsa estaba pegada al tacho y pese a que hacía fuerza para separarla no pude hasta que tiré bruscamente, se hizo un agujero y la arena nauseabunda de los gatos con meo y mierda se desparramaron sobre mis pies y en el piso de la habitación. Encontré pedazos de manzana, zanahoria y remolachas podridas con hongos pegadas en el fondo del tacho con un líquido  verdoso y espeso que pensé se había formado por restos de yerba. Ahí entendí por qué en la cocina, pese a que se limpiaba, siempre había olor a rancio. También coloqué un cartón en el piso para ir poniendo lo que encontraba. Me senté en un costado con las piernas abiertas, como cuando era chica y me llevaban al arenero, pero esta vez con la basura, y fui sacando para clasificar. Había desde carne con pequeñas larvas grises que se arrastraban por entre los desperdicios y que me provocaron arcadas, hasta varios preservativos usados, aunque en ese momento no sabía lo que era y los agarré con la mano para inspeccionar el contenido viscoso y de color blanquecino. También había botellas de shampú, desodorante, tierra y pelusas que yo misma había vaciado de la aspiradora. Pese a que lo sospechaba y no lo había confirmado hasta ese momento, encontré envoltorios de toblerone y mantecol que eran golosinas muy caras para lo que yo podía acceder. Intuía que mi papá se compraba dulces y los comía a escondidas para no convidarme. Varias veces lo vi saliendo de una bombonería que quedaba a dos cuadras de casa.  No encontraba nada comestible hasta que vi una cascara de banana en lo profundo de la bolsa de consorcio, la saqué para ver mejor y como una perla en medio del océano, encontré una  de las facturas de hojaldre con pastelera y manzana que mi papá me había tirado y sólo tenía un poco de yerba y un pedazo pequeño de cebolla por encima. La resguardé colocándola sobre una almohada, luego puse toda la basura que había sacado en otra bolsa, incluso el cartón. Llevé el tacho a la cocina, barrí la arena del gato, me lavé las manos y tiré un poco de desodorante que mezclado con el olor pestilente me sofocó. Me senté en el borde de la cama a oscuras con la factura en la mano, fui arrancando las capas con la boca muy lentamente hasta que sin darme cuenta un hilo grueso de almíbar se me chorreó sobre la remera, el pantalón, las sabanas y mis manos. No me importó. Al fin y al cabo, yo era la Generala y esa noche ascendía a Comandanta en Jefa.

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El proyecto de Editorial La Wocho surge de la necesidad de dar a conocer la escritura de Salomé Wolosky. Frente a algunas propuestas editoriales abusivas, le planteé a Hexico la posibilidad de ilustrar mis textos y publicarlos en formato fanzine. Así comenzamos de a uno hasta que nos dimos cuenta de que podíamos hacer una colección ya que, en este caso, son textos de temática gorda.
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