dibujo: Todd Kale


Para otro duelo
En algún remoto lugar del pasado lejano oeste… 
‒Es usted un mentiroso charlatán. ¡Lo reto a un duelo! 
‒¿A un duelo? ‒respondió el jovenzuelo apurando su whisky y armándose de valor‒. ¡Acepto!, pero… ¿Cuáles son las reglas? 
‒Las reglas son: aquí afuera, ahora mismo, quince pasos de distancia.
‒¿Quince pasos solamente? No sabía que trataba con un aficionado.
‒¡¿Acaso le parece poco?! Es la distancia al uso. Le advierto que no soy ningún aficionado, ya lo verá… Dígame, ¿qué le parecen 20 o 25 pasos? 
‒Mire, no sé usted pero yo confío en mi pistola y en general lo que me entusiasma de este tipo de asuntos es el hecho de tener la oportunidad de poner a prueba mi puntería. Una distancia inferior a 30 pasos me parece francamente una burla, pero si usted no confía mucho en sus condiciones o en la potencia de su arma… En ese caso no quisiera por nada del mundo que se sienta perjudicado. 
‒¡¡Cuarenta pasos maldición!! No se hablé más. 
Salieron arrastrando tras de sí a toda la clientela de la cantina. Se enfrentaron y dieron luego la vuelta pegando sus espaldas. Dando largas zancadas empezaron a contar cada cual en su dirección. Al dar el paso número 40, el jovenzuelo creyó prudente agregar un paso más, y unos pasitos extra también porque ya iba como por el 46, y parece que más todavía porque siguió hasta un 53 más allá del cual parece que perdió la cuenta y la compostura. En efecto, creyó más prudente aún dejar de contar y echarse a correr con todas sus fuerzas.

La casa del Ratón Pérez 
Una sola vez en mi vida fui a la casa del Ratón Pérez. Ante todo, debo decir que me la imaginaba distinta. La esperaba, no sé, más blanca, más hecha de dientes. Pero bueno, resultó que nada que ver. La fachada era de ladrillo a la vista y el segundo piso estaba rematado por un bonito tejado estilo colonial. Por dentro, los ambientes calefaccionados eran enormes, y eso que, según supe más tarde, Pérez vivía solo. En la planta baja había una chimenea, una serie de ventanales rectangulares con vista al Lago de Brienz (como muchas otras celebridades, Pérez vive en Suiza) y el televisor más grande que vi en mi vida. En los muros de una ancha galería interna que desembocaba en una escalera de mármol había muchos cuadros entre los cuales llegué a distinguir un sombrío Munch y un brumoso Turner (no me animé a preguntar si se trataba de los originales). La galería terminaba en un ambiente semicircular gobernado por un piano de cola blanco. Hacia un costado se abría, describiendo una ligera curva, la majestuosa escalera de escalones anchos. Para salir un poco de mi consternación y de paso romper el hielo, me animé a preguntarle a Pérez cómo había amasado su fortuna. Pérez pegó un sonoro latigazo de satisfacción con su larga cola y me sonrió con su pequeña boca de ratón, luego se sentó al piano y tocó unas teclas blancas produciendo un sonido delicado y melodioso:
‒¡Dientes de leche! No se hacen más de marfil. Cada vez se complicaba más andar tras los elefantes en África y esas cosas, y bueno, gracias a Dios un día se me prendió la lamparita. 
Pérez me lo contó todo mientras cenábamos una exquisita fondue de queso. Había firmado un contrato de exclusividad con una famosa fábrica japonesa de pianos. Los dientes de los niños no sólo sustituían el marfil a la perfección, resultaban además mucho más baratos puesto que su producción no implicaba costos adicionales. ¡Si no hace falta más que levantar almohadas!, recalcó Pérez doblando sus bracitos para inflar sus bíceps. 
Al despedirme le estreché la mano y le dije, todo lo que duró el apretón: 

‒Pérez, ha sido un gran placer. Es usted un ratón de buen corazón. Eso de participar a los niños de las ganancias está muy bien, muy pero muy bien. No cualquiera lo haría.

En la luna 
Todas las cenas lo mismo: Martín con los codos en la mesa, sosteniéndose la cabeza entre las manos. Martín absolutamente abstraído de la conversación familiar. Martín pensando, siempre pensando, en quién sabe qué cosas. Desde la cabecera siempre el mismo pedido: Martín, ¿podés sacar los codos de la mesa y sentarte como una persona normal? No se te va a caer la cabeza. Y por parte de Martín, siempre la misma contestación: Sí, papá. Pero hacía trampa, Martín siempre hacía trampa. Nunca sacaba los dos brazos, sólo reclinaba la cabeza sobre uno de ellos y luego, imagino que para disimular, empezaba a alternarlos como si su cabezota fuera una pelota de básquet que pasara de mano en mano. Yo pensaba que él creía que éramos estúpidos y lo odiaba por eso al igual que el resto de la familia. 
Recuerdo el día que papá se cansó y le ordenó, amenazándolo de paso con prenderle fuego todos los libros, que sacara ambos codos de la mesa. Fue espantoso ver cómo la cabeza se le desmoronó hacia delante, estrellándose sobre los fideos con tuco, al tiempo que el cuello le hizo ese ruidito drástico que hacen las ramitas secas cuando se las parte a la mitad. 

Al fondo a la derecha 
A causa de la extrema paridad de sus fuerzas, el combate no hacía más que prolongarse. Así, mientras con su filosa espada Teseo buscaba la forma de cercenar la espantosa cabeza de su oponente, éste se limitaba a eludir grácilmente o a amortiguar con su grueso tirso los embates que aquel proyecto de héroe ático le propinaba una y otra vez. Ya ambos estaban exhaustos cuando, de un momento a otro, ocurrió lo impensado: a Teseo le dieron unas ganas irrefrenables de ir al baño (cierto es que al caer el sol le había agarrado un poco de frío en la panza). Repitiendo todavía el banquete que el rey Midas había ofrecido en honor al nuevo contingente de mártires ateniense la noche anterior a que se internaran en el laberinto, y recriminándose, bien que recién ahora, su falta de moderación tanto en el comer como en el beber, en una especie de rapto de lucidez, Teseo se preguntó: “Si mato al Minotauro, ¿quién podrá indicarme dónde quedan los baños en medio de esta intrincada telaraña de piedra?”. Hundiendo su espada en la tierra, Teseo propuso una tregua que el dueño de casa aceptó alegremente deponiendo su palo y respondiendo luego al angustiado pedido del joven ateniense: 
‒Es sencillo. ¿Ves aquel pasillo que se abre entre aquellas dos paredes de piedra? ¡Sí, ése! Bueno, seguí por ahí hasta el fondo, hasta que choques con una pared cubierta por una enredadera. Una vez frente a la enredadera doblá a la derecha y proseguí hasta el final por la primera galería que se abre; si vas bien, vas a desembocar en un patio semicircular que gravita en torno de un pequeño aljibe. Una vez ahí vas a ver que se abren seis o siete pasadizos (no recuerdo bien): el que conduce más rápidamente al baño es el tercero contando hacia tu derecha. Una vez hayas entrado en ese pasadizo lo que sigue es más fácil aún: tenés que girar siempre hacia la derecha al llegar al fondo, no sabría decirte cuántas veces tenés que girar, pero vos doblá siempre hacia tu derecha y vas a andar bien. Entonces, el baño está allá, al fondo a la derecha. Andá tranquilo, yo te espero acá. 
Ni bien terminó de dar estas indicaciones, Teseo salió disparado. Tanta prisa llevaba que olvidó su espada clavada en el suelo. Inmediatamente, el Minotauro procuró recogerla: tuvo en verdad que emplear todas sus fuerzas para lograr desenterrar la famosa espada de Egeo. Alzándola contra el sol matinal, el Minotauro percibió una suerte de destello provocado por un delgadísimo hilo blanco que se hallaba atado a la empuñadura de la espada. 
A juzgar por el fulgor espectral que iluminó sus rojos ojos de toro, en ese preciso momento y a pesar de tantos años de extravío, el Minotauro comprendió qué hora era aquella.

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